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Hija lidia con la idea de que pudo haber contagiado a su padre de COVID-19

SHARON, Mass. — Por un año, Michelle Pepe se despertaba todos los días, recitaba el Kaddish, la oración de duelo, y besaba una foto de su padre. También sobrellevaba su sentimiento de culpa.

“Papá”, dice, “siento mucho que haya pasado esto”.

“Esto” fue el COVID-19. En marzo de 2020, justo cuando la pandemia florecía en Estados Unidos, Pepe viajó de Boston a Florida para el cumpleaños 80 de su madre. Cree que contagió el coronavirus a su padre; Bernie Rubin murió semanas después.

“Al principio, la gente preguntaba: ‘¿Cómo se contagió? – De mí. Así es como se contagió: se contagió de mí”, dice Pepe, sollozando.

“Nadie ha dicho nunca: ‘Fue tu culpa y tú lo contagiaste’, pero yo sé que es verdad. Sé que no pude salvarlo. Es algo que me voy a llevar a la tumba”.

Su dolor es algo común en estos tiempos. En todo el mundo, innumerables personas luchan por quitarse de encima el peso de sentirse responsables de la muerte de un ser querido a causa del COVID-19. Se arrepienten de un viaje o sienten angustia por decisiones cotidianas que pudieron haber propagado la enfermedad: ir al trabajo, abrazar a los padres, incluso ir por comida.

En la víspera del aniversario de la muerte de su padre, las manos de Pepe tiemblan mientras sostiene un retrato enmarcado de Bernie y Phyllis Rubin, sonrientes y rodeados de sus 10 nietos. Tomada el 8 de marzo de 2020, es una de las últimas imágenes de la pareja con su familia.

El padre murió solo

Tras la celebración, Pepe se quedó en Florida para cuidar de ellos durante la pandemia. Cree que se contagió del virus mientras compraba víveres para sus padres. Entonces su padre y su madre enfermaron. Preocupada por el empeoramiento de su estado, llamó al 911. Murió solo en el Delray Medical Center; sus familiares no pudieron visitarlo.

“No debí rendirme y llamar a la ambulancia”, dice. “Eso es lo que me persigue, y pensar en él, solo en esa habitación… Sé que estaba aterrorizado”.

Solo hubo un breve y socialmente distanciado entierro. Pepe lo vio en Zoom mientras seguía cuidando a su madre, que padece esclerosis múltiple y se estaba recuperando del COVID-19.

Desde entonces, Pepe lucha contra la desesperación.

“Estuve muy deprimida durante mucho tiempo”, dice. “Y entonces una de mis hijas me dijo: ‘Mami, pensábamos que habíamos perdido a nuestro abuelo, pero… no nos habíamos dado cuenta de que también habíamos perdido a nuestra madre’. Supe que tenía que espabilarme”.

Apoyo en línea

Pepe se unió a grupos de apoyo en línea donde conoció a otros supervivientes en duelo; acudió a una médium en busca de señales; y buscó la orientación de un rabino que le enseñó a recitar el Kaddish.

El 13 de abril, se despierta para rezar la oración y encender una vela de yahrzeit que marca el primer aniversario de la muerte de su padre. “Solo tenemos que pasar este día”, repite en el camino al cementerio. Lleva la cadena de oro y el anillo de graduación de preparatoria de su padre.

En su tumba, coloca flores amarillas sobre una lápida en la que se lee: “Amado esposo, padre, pup (su apodo) y bisabuelo”. En la tradición judía, los familiares dejan pequeñas piedras.

Recuerdan a un hombre que adoraba a sus nietos, que los llamaba a diario para ponerse al día de las últimas noticias de los Red Sox o para invitarlos a los partidos en Fenway Park. En los últimos años, “no podía caminar muy rápido, a menos que fuera para un partido de béisbol. Entonces se convertía en Carl Lewis”, dice Bob Pepe, el marido de Michelle, que trabajó con su suegro y siguió siendo su gran amigo durante 30 años.

La tienda de muebles que Rubin fundó con su mujer en 1983 se convirtió en la cadena Bernie & Phyl’s Furniture, con nueve locales en toda New England.

La pareja aparecía en anuncios de televisión, más conocidos por su pegadizo jingle. Los desconocidos los reconocían a menudo en los restaurantes y recitaban el eslogan: “Oh, ¿eres Bernie de Bernie and Phyl’s, calidad, comodidad y precio?”.

Y Bernie Rubin intervendría, como en los anuncios: “¡Qué bien!”

Después del cementerio, Pepe visita la sede de la empresa en Norton. Admira las paredes adornadas con cientos de fotos autografiadas de jugadores de béisbol que su padre empezó a coleccionar de niño. Respira hondo y entra en su despacho, decorado con otra colección igual de preciada: fotos de su familia en vacaciones en cruceros, en bar mitzvahs, graduaciones universitarias y bodas.

Toma el teléfono del trabajo de su padre y se acerca para olerlo, como suele hacer con su cartera, sus camisas y su colonia, con la esperanza de sentir su presencia. Pero no huele nada: el COVID-19 le ha robado los sentidos del olfato y del gusto.

En el almuerzo, la familia va al restaurante favorito de Rubin y pide el “Bernie Reuben”, un sándwich que lleva su nombre. Todos los días, Rubin entraba en Kelly’s Place para pedir un omelet de queso y hacía la misma rutina cómica con una mesera.

“‘Carol, ¿tengo que estar aquí parado durante 20 minutos? Hay 10 mesas vacías. ¿Cómo llevas un negocio así?” dice Bob Pepe, imitando la voz de Bernie. “Y ella decía: ‘¿Quieres callarte? Ya sabes dónde te vas a sentar, ve a sentarte’”.

Sentada junto a su marido, Michelle Pepe estalla en carcajadas. Más tarde, se seca las lágrimas.

Tortura, luego risa

“Fue una tortura”, dice. “Pero un año después, aquí estoy, y puedo reírme de estas historias”.

Al día siguiente, se despierta y besa la foto de su padre. Mira el calendario y lanza un suspiro de alivio. El año ritual de luto ha terminado.

“Mi padre se torturaría mucho si pensara en lo torturada que estoy, y yo quiero que sea feliz y esté en paz”, dice. “Y él solo va a estar así si yo estoy así aquí”.

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